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VIEJO MARINO Relato

barcaNo quisiera parecer reiterativa en  mis temas literarios pero, como mi edad ya entra en esa línea que llamamos ancianidad, la extensa historia de mi vida lleva consigo una repetición de ideas, sucesos y situaciones que nos acompaña durante toda la andadura al formar parte de nuestra personalidad y de la que sólo somos conscientes al llegar a la longevidad cuando evocamos nuestras memorias. Una de estas repeticiones en mi larga existencia ha sido la posesión de un perro. Siempre ha habido en la familia uno de estos animales de compañía y como su edad biológica es más corta que la de los humanos, he podido disfrutar de varios de ellos, tanto machos como hembras, a lo largo de mi existencia.  En total he podido contar, si no recuerdo mal, siete ejemplares de diferentes razas y pelajes, alguno auténticamente hermoso como el que me acompaña en esta historia, un pastor alemán al que llamamos «Duque».
Con esta aclaración  mi intención es contactar con el hipotético lector y darle una facilidad para que también conecte con la idea que la autora de este simple relato quiere exponer y la comprenda con facilidad puesto que el cuidado de estos animales, condiciona muchos sucesos que no ocurrirían si ellos no estuvieran a nuestro lado. Lo que voy a explicar aconteció a causa de los paseos, unas veces obligados y otras por puro placer, realizados con nuestro fiel y noble «Duque».
En aquella época yo era una jovencita de no más de diecisiete o dieciocho años, o sea que,  desde entonces, han pasado muchas nubes, lluvias, vientos y soles,  por encima de mi cabeza, sin embargo, recuerdo con mucha claridad algunos de los acontecimientos ocurridos, unos importantes y otros muy simples pero que dejaron una marca en el corazón perdurable en el tiempo, incluso diría que, con el paso de los años, se han hecho más patentes aunque estén llenos de sencillez, como éste que me dispongo a narrar.
Por aquellos años vivíamos en una casa de dos pisos en la ladera de una montaña que se llamaba «Villa Marina», cubierta de rosales y de unas enormes hortensias azules tan mimadas por mi madre como si fueran las niñas de sus ojos.  De nuestro perro «Duque» me encargaba yo. Le cuidaba, le enseñaba, me ocupaba de su alimentación, lo cepillaba, era la responsable de las visitas al veterinario y, por supuesto,  lo sacaba a pasear. Durante el buen tiempo, cuando las mañanas clareaban muy temprano, salía con él hacia el monte y subía hasta una pequeña loma desde donde se divisaba el mar y allí me sentaba junto a un árbol mientras «Duque» recorría la pradera olisqueando entre las hierbas y los helechos. Por aquellos alrededores se podían ver más casas, esparcidas sin un orden estructural y bastante separadas unas de otras de las que yo nunca me había preocupado en  conocer a los vecinos más o menos cercanos o lejanos. Un día, por casualidad, le vi y me fijé en él.
Era un anciano enjuto, me pareció hecho de los sarmientos de las vides. Caminaba solo, vestía un pantalón oscuro, camisa blanca siempre muy bien planchada,  y un chaleco abotonado donde, del bolsillo de la izquierda, colgaba una cadena bastante gruesa que supuse de plata, perteneciente a uno de esos relojes antiguos de bolsillo. Iba a cabeza descubierta peinando un pelo ralo entre oscuro y gris con raya a un lado, nariz larga, ligeramente aguileña y barbilla puntiaguda que agudizaba su ancianidad. Se apoyaba en un bastón de madera y contera de metal rematada en un clavo grueso, muy parecido a los usados por los montañeros y cuando llegó a la loma donde yo permanecía sentada, me miró algo sorprendido, probablemente no esperaba encontrarse allí con nadie. Observó al perro que lo miró investigando su personalidad para seguir luego con sus olfateos, y pronunció unos «buenos días» muy correctos apenas perceptibles. Le devolví el saludo y lo contemplé con curiosidad. Caminaba lento, apoyándose en el bastón que levantaba excesivamente a cada paso con un movimiento de bailoteo, luego se acercó al borde de la escarpadura que formaba la montaña y se quedó inmóvil con la vista puesta en el horizonte. Al rato se volvió y al ver su mirada, pensé que tenía los ojos llenos de mar. Una luz especial los inundaba y el recuerdo remoto se traslucía en sus pupilas. Aquella mirada encerraba historias inauditas de barcos naufragados, misteriosos mares navegados entre tormentas y bonanzas, lugares lejanos, países de costumbres exóticas… Y sin decir nada, se marchó en silencio. Sin ser advertida por nadie, adiviné que mantenía su reserva para no descubrir los recuerdos  amados por temor a perderlos en una realidad que no deseaba.
De la misma forma, y a la misma hora, lo vi aparecer a diario durante todo aquel verano y un día se lo comenté a mi madre.

-Si… creo que vive solo desde que enviudó… hace ya un tiempo…

Una mañana, mientras él observaba el horizonte como siempre hacía al llegar al altozano y yo me mantenía sentada al pie del árbol, sin mirarme, como si hablara para sí mismo o como si se sintiera avergonzado de dirigirse a mí, le oí decir:

-He sido marino…

-Sí- respondí como si ya lo supiera. No pude decir más. Supe que él  no quería oír palabras, las historias estaban en su mente y sólo se traslucían en sus ojos, no necesitaba voz, estaba acostumbrado al silencio.

-A la mar se la ama como a una novia… como a una madre…- y volvió a quedarse mudo.

Aquella breve conversación nos unió como si fuéramos viejos amigos. No sé lo que él pensó de mí pero yo comprendí la intensa vida que almacenaba en su interior como si fuera un tesoro que temiera le robasen si lo dejaba al descubierto. Por eso apenas hablaba, casi no comentaba, no hacía partícipe de sus recuerdos a nadie, eran sólo suyos. Era su vida, todo su ser, si alguien más los conocía, se escaparían de su cuerpo y dejaría de ser él porque aquella memoria era toda su esencia. Lo comprendí enseguida y creo que él intuyó mi entendimiento, por eso, jamás preguntaría. Sólo estaba dispuesta a aceptar sus palabras. Era lo que él deseaba.
Esta vez, al marcharse, hizo un gesto de saludo con su mano sarmentosa endurecida por tantos soles, por tantas brisas, por tantas aguas. Cansada de manejar timones,  bitácoras, aparejos y cabos. Le imaginé manejando arpones como el legendario Capitán Acab de la novela Moby-Dick y así, poco a poco surgió una amistad profunda, silenciosa e inusual. No necesitábamos decir, la compañía del uno al otro, nos bastaba. Yo sabía que él pensaba y me explicaba sus historias sin palabras, con el recuerdo bañándose en sus ojos y él tenía la seguridad de mi comprensión, conocía esa extraña comunión silenciosa y me la agradecía con  la energía que exhalaba.
Cuando llegó el mal tiempo, nos citábamos por la tarde, antes de que anocheciera para poder contemplar el mar desde la pendiente de la montaña y si se levantaba tormenta y el mar se encrespaba en olas oscuras que bramaban con rugidos incomparables, él se crecía,  fuerte, impertérrito,  firme como si estuviera navegando al mando de un buque a través de las olas que barrían la cubierta para, venciendo galernas y huracanes, llegar a esas aguas mansas que extendían sus brazos como amorosa amante. Luego volvíamos a casa, despacio, como aquel que llega a puerto y aunque tiene la alegría de ver a los suyos, añora la mar, el vaivén del barco, los horizontes lejanos, el silencio sólo roto por los graznidos de aves migratorias.  Me acompañaba hasta la curva del camino desde donde ya se divisaba  «Villa Marina» como si quisiera protegerme de la nada,  y él retrocedía para perderse entre los altos abedules en busca del caserío donde tenía su casa.
Una tarde nos sorprendió un aguacero y emprendimos el camino de vuelta antes de tiempo, al llegar a la curva, se paró y con su parquedad habitual, dijo:

-Te prepararé un chocolate caliente-.Me agarró del brazo y continuamos camino hacia su caserío.

Junto a la puerta un nombre identificaba el lugar: «Txoko maitea» que yo traduje del vascuence al castellano como «amado rinconcito» y eso me enterneció. Amado rincón… y no pude evitar la pregunta…¿rincón de mar o de tierra? Qué importaba, rincón amado, al fin. Allí donde se descansa, además del cuerpo, el alma. Donde se envuelven los recuerdos en dulces papeles transparentes para que no se pierdan pero también para que no se desparramen y se ensucien con la vulgaridad diaria. Esos recuerdos que son láminas de oro escondidas en el corazón para sacarlos cuando reposamos la mente en nuestro «txoko maitea», en nuestro rinconcito amado, allí donde sólo nosotros disfrutamos de ellos.
Me sentí reconfortada al entrar. Nos encontrábamos tierra adentro pero, no sé por qué, olía a mar. Era su olor, como si fuera su perfume personal. La sala, tenía una chimenea encendida donde los troncos se convertían lentamente en pavesas y, el viejo marino,  echó un par más de los que tenía en un serón junto al fuego para reavivarlo. «Duque» se tumbó  arrimado a los morillos a la espera de secar su pelaje  mientras el anciano se alejaba para volver al instante con una toalla en la mano con la que me sequé el pelo.  Me quité la chaqueta de lana y él la puso sobre el respaldo de una silla que acercó al calor para que perdiera la humedad. El salón estaba decorado como si fuera un barco. Un antiguo timón adornaba una de las paredes, viejos faroles de situación de entrepuentes, se veían esparcidos aquí y allá, y sobre un arcón, una miniatura, aunque de dimensiones no muy pequeñas, de una goleta de tres palos a velas desplegadas, le daba al ambiente un toque absolutamente marinero. Aquello parecía un barco en lugar de una casa y  hasta me pareció sentir el vaivén de las olas  que hacían cabecear el buque.
Una taza  humeante de chocolate tomada junto al fuego, terminó de animarme y cuando ya iba a marcharme, me dijo:

-Espera…

Volvió con una bonita caracola en la mano, en tonos sepias,  blancos e irisados nacarados en la abertura. Acercó el ápice a mi oído para que escuchara ese sonido especial que parece el rumor de las olas, y dijo como si me entregara un objeto muy amado:

-Aquí tienes un trocito de mar.

Una tarde, no volvió. Le esperé inútilmente sentada en el altozano y el perro y yo emprendimos tristes el camino de vuelta a casa. Pasaron unos días sin su compañía y pregunté a mi madre si sabía algo de él.

-No…, no…, pero alguien anda por la casa, he visto movimiento… coches… no sé.

Un día mientras estaba sentada junto al árbol esperando su llegada pensé acercarme hasta el caserío y preguntar por él. Al fin y al cabo, era mi amigo y quería saber como se encontraba.  Al día siguiente lo hice. La puerta del caserío estaba abierta y por ella sacaban la caja que pusieron en el interior de un coche negro. De allí lo llevaban al cementerio. Fui andando, despacio, no podía pensar. Sólo oía el rumor del bosque, el viento soplando entre los árboles me pareció que imitaba el sonido del mar como si fuera una despedida. Cuando llegué no quedaba nadie. Sólo una tumba de piedra y el nombre de una familia de apellido vasco. Ni una flor, ni una vela, ni un recuerdo, ni una oración… nada. El marino se fue con las aguas del mar de la vida y dejó la orilla limpia, clara, pura, como si nunca hubiera existido. Yo no tenía nada entre las manos, sólo una lágrima en los ojos y un recuerdo en el corazón. Entre la tierra crecían helechos, arranqué unas cuantas hojas, hice un ramo y lo coloqué sobre su tumba pero un rencor dentro de mí se revelaba, le debía algo más, algo que lo identificara; quien viera su tumba, debía saber que allí descansaban los huesos de un marino de pies a cabeza. Me acerqué a casa, recogí la caracola que me regaló un día de lluvia y la puse junto a los helechos. Allí le dejaba un trocito de mar como él me dijo al entregármela. No tenía otra cosa.

Los vaivenes de la vida, me llevaron a otros lugares de mares más calmos, de tierras adentro con ríos que me recordaban los piélagos de mi nacimiento y pronto, los sucesos, los años y las obligaciones que se acumulaban, me hicieron olvidarlo.
Ahora, cuando  tengo más o menos la edad que él contaba entonces, lo he vuelto a recordar, a ver su cuerpo enjuto, sus manos de hombre curtido, sus ojos llenos de la luz del mar, su quietud ante el horizonte en aquella loma, su vida llena de recuerdos que guardaba para sí como un tesoro, la amistad que me ofreció. Una amistad parca en palabras, llena de silencios, sólo, «hasta mañana», y al día siguiente lo mismo… y siempre el recuerdo del mar…
Una amistad extraña que ahora, al final de mi vida, evoco como si fuera la única perla pura, blanca, nacarada,  de un collar hermoso  que un día lejano, se rompió y esparció sus cuentas por el mundo… por la tierra…, por los mares… para esconderse en sus profundidades allí donde duerme y sueña eternamente la gente de mar. Él fue un viejo marino…

MAGDA R. MARTÍN

EL SOL DE LA VEJEZ

sol¡Qué difícil es envejecer con alegría y naturalidad! ¡Qué duro es reconocer que se ha entrado en el atardecer de la vida y captar, al mismo tiempo, que aún queda mucho por hacer! Y al mismo tiempo, que eso que queda por hacer es algo muy distinto, ¡aunque no menos importante que lo hecho hasta ahora!
Hay tres cosas y que producen pena: un «viejo» de cuarenta años, un viejo que se cree «joven» y un viejo que se cree «muerto». Y una que producen alegría, un «joven» de ochenta años, es decir un viejo que asume la segunda parte de su vida con tanto coraje e ilusión como la primera. Pero para ser uno de esos, hay que aceptar, que el Sol del atardecer es tan importante como el del amanecer y el del mediodía, aunque su calor sea muy distinto.
El Sol no se avergüenza de ponerse, no siente nostalgia de su brillo matutino, no piensa que las horas del día le estén «echando» del cielo, no cree que es menos luminoso ni hermoso porque el ocaso se aproxima. Tampoco su resol sobre los edificios es menos importante o necesario que el que, hace algunas horas, hacía germinar las semillas en los campos o crecer las frutas en los árboles. Cada hora tiene su gozo y el Sol cumple, hora a hora, con su misión.
Es verdad que la Naturaleza es más piadosa con las cosas, que los hombres con ellos mismos. Nadie desprecia al Sol de la tarde, ni le empuja a jubilarse, ni le niega el derecho a seguir dando su luz, débil, pero luz verdadera, necesaria, a veces la más hermosa. ¡Qué bien sabe el enfermo lo dulce de este último rayo de sol que se cuela, por la última esquina de la ventana!
¡Si todos los ancianos entendieran que su sonrisa puede ser tan hermosa y fecunda, como ese último rayo de sol antes de ponerse! ¡Si comprendieran que el Sol nunca es amargo, aunque sea más débil! ¡Si pensaran lo orgulloso que se siente el Sol de ser lo que es, de haberlo sido, de seguirlo siendo hasta el último segundo de su estancia en el cielo! ¡Señor, no me dejes marchar hasta haber repartido el último rayo de mi pobre luz!.
El resumen perfecto de estos Reflexiones es la siguiente oración de José Laguna Menor. ¿Hay algo que añadir? Sí, ¡hay que vivirlos!

Señor, enséñame a envejecer como cristiano.
Convénceme de que no son injustos conmigo:
los que me quitan responsabilidades;
los que ya no piden mi opinión;
los que llaman a otro para que ocupe mi puesto.

Quítame el orgullo de mi experiencia pasada
y el sentimiento de que soy indispensable.
Pero ayúdame, Señor, para que siga siendo útil a los demás,
contribuyendo con mi alegría al entusiasmo
de los que ahora tienen responsabilidades.
Y que acepte mi salida de los campos de actividad,
como acepto con sencilla naturalidad la puesta del Sol.

Finalmente te doy gracias, pues en esta hora tranquila
caigo en la cuenta de lo mucho que me has amado.
Concédeme que mire con gratitud
hacia el destino feliz que me tienes preparado.

¡Señor, ayúdame a envejecer así!

José Laguna Menor

DOS TIPOS DE VEJEZ

trioEn los adultos mayores se puede identificar dos maneras de recorrer la vejez. Una pasiva en la cual el individuo acepta el rol impuesto por la cultura y se queda inmóvil ante los cambios, no los cuestiona, se circunscribe a una pequeña área que no le genera ningún tipo de desafío y así va perdiendo la identidad. La segunda forma de transitar la vejez es activamente es iniciarse en la búsqueda de alternativas, evitar el achicamiento del universo, aceptar los cambios pero no recortando los lazos. Hacerse cargo de sus limitaciones pero desplegando sus potencialidades, manteniendo la continuidad identitaria con proyectos que lo motivan a ir por más logros, conservándose como sujeto deseante. La primera forma constituye la adquisición de un envejecimiento patológico, la segunda la de un envejecimiento saludable. En el envejecimiento activo el sujeto se desplaza hacia lugares inéditos, es capaz de jugar con las alternativas disponibles, intenta explorar cosas novedosas y mantiene las viejas que le dan placer. Construye puentes hacia la salud, lo cual es un arduo trabajo, que deberá iniciarse mucho antes de sentirse viejo.

María Jimena Garriga Zucal

Lic. En Terapia Ocupacional Esp. En Psicogerontología