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¿CÓMO TRATAR A LOS ANCIANOS ?

abuelo-en-bancoSe nos decía que nos convertimos en adultos sólo cuando nos quedamos sin padres, cuando perdemos su referencia y debemos buscarnos un espacio independiente en el mundo
El problema que para las familias suponen las personas de edad avanzada se plantea incluso en lo más elemental: no sabemos ni cómo referirnos a ellas. Tercera edad, personas mayores, viejos, abuelos, ancianos…         Cada expresión tiene sus connotaciones, la elección no es baladí.
En el fondo, este problema de denominación manifiesta la incertidumbre que padecemos ante los grupos socialmente menos favorecidos, o marginados de la vida cotidiana. ¿Dónde los colocamos? ¿Cómo los valoramos? ¿Cómo los tratamos? ¿Qué hacer para que no se automarginen, para que intervengan en el devenir de la sociedad? Un matiz importante: este desconcierto ante el fenómeno de la vejez lo muestran las familias y las generaciones más jóvenes, pero también las propias personas de edad avanzada.
Convengamos en que la imagen que sobre la vejez trasmite las sociedades económica y socialmente desarrolladas dista mucho de resultar atractiva o envidiable. En parte, puede explicarse por la decepción de contemplar que se va perdiendo el sitio, el protagonismo, el poder físico, intelectual, sexual, económico, laboral¿ Es una situación, aceptémoslo, compleja, con aspectos objetivamente negativos y difícil de ser percibida como deseable. Y más en un mundo en que el deseo se ha erigido en el motor de la vida económica e incluso en móvil de decisiones en el espacio de lo personal.
La sociedad excluye a los ancianos y ellos mismos parecen en muchos casos dispuestos a arrinconarse en el furgón de cola, el de los menos activos. Desde esas dos dimensiones complemetarias debemos contemplar la situación: qué podemos hacer por el colectivo de los viejos y qué pueden hacer ellos por sí mismos. Para empezar, una de las asignaturas pendientes de esta sociedad que envejece a un ritmo que demógrafos, economistas y psicólogos no dudan en calificar de preocupante, es cómo cambiar la imagen del envejecimiento, paso indispensable para que tanto las personas que entran en esa fase vital como la sociedad en general modifiquen sus actitudes ante los ancianos.

El mito de la eterna juventud, una trampa sin salida
Cuando alguien, refiriéndose a una persona mayor, dice: «qué bien, qué joven está», implícitamente está afirmando que lo bueno, en realidad, es ser joven. Lo demás son apaños. Está manifestando que lo que se aprecia socialmente es la juventud, y que ser viejo no es un valor, sino casi un defecto. Otra frase reveladora: «En mis tiempos¿»da a entender que su oportunidad, su sitio, ya han pasado: que no hay un hueco relevante para los ancianos. Poco a poco, se va asentando la presunción, cuando no la convicción, de no pertenecer a esta época. Así, la persona mayor se siente excluida y cada día confirma que va perdiendo relevancia social.
Pero ser viejo tiene sus cosas positivas. Sin ir más lejos, sentirse protagonista de su propia evolución como persona y, más que nunca, un importante miembro de la comunidad a la que pertenece. La sociedad, no lo neguemos (¿cuántas películas de TV o cine, anuncios, o pases de modelos tienen por protagonistas principales a personas mayores?) discrimina a los viejos, pero éstos también tienen alguna responsabilidad en tanto que, a veces inconscientemente, participan activamente («eso es cosa de jóvenes, que decidan ellos») en este proceso de segregación y desconsideración de los mayores.
¿Qué hacer para integrar a los ancianos en la vida cotidiana?
En primer lugar, trasmitir a la sociedad en su conjunto las necesidades de los viejos, qué piensan, cómo se sienten. Todos deberíamos saber que es una situación que nos va a llegar, no podemos seguir mirando a otro lado, y negarnos a nosotros mismos que nos acercamos, o que ya hemos llegado a la Tercera Edad.
Es difícil, porque los intereses de mercado han instalado el mito de la juventud y han dictado que esa fase de nuestra vida, efímera por definición, debe perdurar indefinidamente. Cada arruga es una herida que debemos ocultar, en lugar de la feliz constatación de que seguimos viviendo, disfrutando de nuestro crecimiento personal y de otros placeres anteriormente desconocidos o insuficientemente valorados.
Una decisión personal
En realidad, ¿qué es ser viejo? La mayoría de las definiciones subrayan los aspectos deficitarios, negativos: la vulnerabilidad, la propensión a las enfermedades, la progresiva marginación, el acercamiento de la muerte. El envejecimiento es un hecho ineludible, pero el considerarse agotado, en régimen de bajas revoluciones y al margen de las cuestiones que afectan a la sociedad en su conjunto, es una opción estrictamente individual.
Cada persona decide paulatinamente, a veces por simple hastío, otras por convencimiento, que reducirá drásticamente su ritmo vital, que no hará deporte, ni aprenderá informática, ni viajará, ni practicará el sexo¿ En otras palabras, cada uno, en decisión personal e intransferible, establece cuándo «es viejo para…». No es lo mismo un jubilado que sigue con sus paseos y acude regularmente a la piscina, sigue la actualidad leyendo diarios, frecuenta a sus amigos y familiares, va al cine o al teatro, juega al ajedrez, participa en un taller de escritura, milita y colabora en una ONG o partido político, que otro cuyas únicas actividades reseñables son dormir, ver la TV, jugar a cartas y quejarse de sus enfermedades ante sus compañeros pensionistas.
Fuente: revista.consumer.

VEJEZ: UN TIEMPO DE VIDA

ancia22Será porque en las sociedades desde el siglo XX la juventud es siempre un valor pujante y la vejez un estorbo. Porque la voz de los que envejecen encuentra cada vez menos espacios asignados. Porque todo el mundo se desprende de los trastos viejos, los libros viejos, las viejas tecnologías. O será simplemente que uno abandona la juventud hacia ese terreno que irremisiblemente será la ancianidad, pero siento simpatía por los objetos antiguos, las ajadas mascotas o la tercera edad. Cada vez compro más libros antiguos, me cuesta desembarazarme de instrumentos tecnológicos ya atrasadas – el viejo PC, los walkman, el transistor…-, miro con cariño los ojos de mi ajado gato que va camino de los dieciocho años y siento simpatía. Ahora me paro más fácilmente a contemplar los pasos tenues de un anciano o el caminar silencioso de un viejo perro. Me acerco a los Encantes a comprar libros que la gente desprecia o pierdo mi tiempo rebuscando en el Mercado de San Antonio. Debe ser un hecho natural. Quizá sentir solidaridad por la vejez haga que nuestros espíritus sean menos decrépitos, independientemente de su edad.
Publicado por FELIX DUARTE

LOS ANCIANOS, ¿UN PROBLEMA?

Uno de los argumentos que se utilizan con mayor frecuencia para cuestionar la graficoviabilidad de los estados del bienestar en Europa es el de la transición demográfica, según la cual el creciente número de ancianos en las poblaciones europeas está haciendo insostenibles los servicios públicos (como los servicios sanitarios) que sirven primordialmente a este sector de la población. En tal postura se asume que, como consecuencia del crecimiento de la población anciana (el grupo de la población que consume más recursos sanitarios), estos servicios quedarán colapsados por su incapacidad de responder a la gran demanda de servicios de esta población.

La evidencia científica existente cuestiona, sin embargo, tales supuestos. Es cierto que los ancianos consumen más servicios sanitarios que los jóvenes y adultos. Ahora bien, los estudios realizados por el Center for Studying Health Systems Change de EEUU muestran que en EEUU sólo un 10% de incremento de los gastos sanitarios se debe al mayor crecimiento de utilización de los servicios sanitarios por parte de los ancianos (el crecimiento anual del gasto sanitario en EEUU es un 8,1%, del cual sólo un 0,73% se debe al crecimiento del consumo sanitario de la población mayor de 65 años). Esto quiere decir que el 90% del crecimiento del gasto se debe, en realidad, al crecimiento de la inflación médica, a la mayor intensidad tecnológica en los tratamientos (debido, en parte, al acceso a nuevas tecnologías médicas) y al crecimiento de la población. Sólo un 10% se debe al crecimiento de la población anciana. Es más, el profesor Thomas Bodenheimer, en un artículo en Annals of Internal Medicine (2005.142:847-54), ha documentado en un estudio internacional el impacto del envejecimiento en los servicios sanitarios, mostrando que no hay una relación estadística entre el gasto sanitario en un país y el porcentaje de la población que es anciana.Estos y muchos otros estudios han confirmado que el crecimiento del porcentaje de la población anciana dista mucho de ser una de las primeras causas del crecimiento del gasto sanitario. Otros factores –que apenas tienen visibilidad mediática– juegan un papel mucho más importante que el crecimiento de tal población. Y en cambio, los medios se centran casi exclusivamente en la creciente ancianidad de la población, transmitiendo un mensaje antiancianos que culpabiliza a estos de las crisis de la sanidad. Esta situación alcanza su máxima expresión en España, donde la masificación existente en la atención sanitaria pública se atribuye precisamente a un supuesto abuso del sistema por parte de los ancianos, ignorando que el mayor problema no es este inexistente abuso, sino el muy escaso gasto público en tales servicios (España tiene el gasto público sanitario por habitante más bajo de la UE-15).

En realidad, se exagera el impacto de la edad en la enfermedad, ignorándose que existe un mejoramiento muy notable de la salud de los ancianos. Un artículo, publicado por el National Long Term Care Survey, muestra en EEUU un gran descenso de las discapacidades crónicas entre los ancianos durante las últimas dos décadas, lo cual explica que, mientras el número de ancianos creció de 26,9 millones en 1982 a 35,5 millones en 1999, el número de personas con discapacidades crónicas descendió durante el mismo periodo pasando de 7,1 millones a 7 millones. Un mayor número de ancianos no implica que, automáticamente, haya más enfermedad y discapacidad y mayor gasto sanitario. Debiera, por lo tanto, relativizarse lo que se considera, erróneamente, como una amenaza a la viabilidad del sistema sanitario como consecuencia del incremento de la esperanza de vida. La discapacidad y enfermedad han disminuido notablemente, de manera que los gastos de una persona que sobrevive 14,3 años tras llegar a los 70 años son los mismos gastos sanitarios que los de una persona que viva sólo 11 años más tras alcanzar los 70 con escasa salud. En general, a mayor crecimiento de la longevidad, menor discapacidad durante la ancianidad. Es más, el gasto sanitario durante el último año de vida tiende a ser muy semejante independientemente de la esperanza de vida y representa un gasto menor del gasto total, no habiendo variado sustancialmente en los últimos 20 años.

Igualmente falso es el argumento de que se gasta demasiado en tratamientos intensivos en el momento final de sus vidas. Sólo un 3% de las personas que mueren reciben atención intensa, habiendo sido un porcentaje casi constante en los últimos 20 años. Y todos los estudios muestran que las personas por debajo de 50 años reciben más intervenciones que implican mayor coste –como cirugía mayor, diálisis y cateterizados– que no personas ancianas por encima de 70 años. Existe evidencia –que puede considerarse preocupante– de que los ancianos reciben menos atención médica que personas adultas que tienen la misma condición patológica y médica. Varios estudios han documentado que el gasto por paciente es menor a medida que la edad del paciente aumenta, lo cual es el resultado, en parte, de un prejuicio entre los profesionales del sistema hacia los ancianos (ver Pan, C. X., Chai, E. y Farber, J. Myths of the High Medical Costs of Old Age and Dying, International Longevity Center, 2007). Nada de lo dicho debiera interpretarse como un argumento en contra de facilitar a los ancianos y a cualquier persona (sea de la edad que sea), el derecho a una muerte digna, escogida por la persona en el momento que así lo considere. Ni tampoco que la postura presentada en este artículo implique que deban extenderse los cuidados a los ancianos o a cualquier persona independientemente de su edad, por encima del periodo médicamente necesario. Pero tampoco es correcto y éticamente aceptable que se reduzca como consecuencia de su edad. Ya es hora de que se reconozca en las sociedades desarrolladas, incluida España, que existe un prejuicio en contra de los ancianos (llamados “abuelos”), que debiera denunciarse y corregirse.

Vicenç Navarro es catedrático de Políticas Públicas en la Universidad Pompeu Fabra y profesor de ‘Public Policy’en The Johns Hopkins University

Ilustración de Mikel Casal