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ENRIQUETA DIOSDADO – Relato

EstanqueEnriqueta Diosdado, aragonesa de nacimiento y con casi los 95 a sus espaldas se adornaba al hablar con un ligero ceceo que arrastraba desde su más tierna infancia. Cuando hacía buen día y el sol invitaba a salir al jardín, yo empujaba su cochecito y asomábamos al aire libre, donde se respiraba mejor. Teníamos una costumbre, mejor dicho, una especie de juego inocente que a ella le encantaba. Me lo pedía nada más traspasar el umbral y lo habíamos repetido tantas veces que casi se convertía en algo usual. Salíamos por el pavimento exterior hasta el inicio de una suave pendiente que llevaba al jardín propiamente dicho. Eran solo un par de metros de suelo asfaltado por donde las ruedas de la silla se deslizaban sin dificultad. Durante este breve recorrido, ella me urgía con su gracejo habitual: -«Vamoz, vamoz» – ordenaba nervosa. Una vez allí la soltaba después de darle un suave empujón. El carricoche aceleraba por si solo hasta terminar frenado por el cese del empuje y la tierra blanda. Durante este transito mínimo Enriqueta levantaba brazos y piernas cuanto podía, que no era mucho y presa de un frenético jolgorio, iba soltando grititos de alegría sin límites.

“- Azi, azi…”- exclamaba jubilosa.
Nunca ocurría nada, el estanque quedaba lejos y el cochecito se detenía sin peligro ni brusquedad.
Pero lo que no ocurre en cien años, puede ocurrir en un día. Aquella tarde, fuera porque mi fuerza de empuje había sido más enérgica de lo habitual, fuera porque la tierra estaba más reseca y frenaba menos o quizás porque alguien engrasó sin avisar las ruedas del improvisado “todoterreno”, el vehículo no sólo no se detuvo donde debía sino que siguió acelerando en dirección directa hacia el borde del estanque, amenizado por las alegres exclamaciones de su ocupante. El parterre que rodeaba el estanque, era sólido y no muy alto. Cuando el carruaje topó con él, se inició una de las leyes más conocidas de la dinámica y Enriqueta Diosdado levantó el vuelo para amerizar poco después en las tranquilas aguas del estanque que la recibieron agradecidas. El planeo fue majestuoso y su contacto con las aguas y los nenúfares que la poblaban no fue violento, más se pareció a una tabla de “surf” rebotando ligeramente en un mar apacible. Tanto la auxiliar que atendía el jardín como yo, corrimos hacia el embalse asustados, Enriqueta era muy mayor y el golpe con el agua podía haberla lastimado de gravedad. El agua, al fin y al cabo, aunque presume de flexible si el golpe contra ella viene de cierta altura se convierte en rocosa. Tardamos apenas unos segundos y al llegar contemplamos a una Enriqueta sentada en el centro del estanque, con agua y flores verdes hasta la cintura, escurriendo su pelo con energía y voceando a todo pulmón: “Ziiiiiiiiiiii, ezas son las emoziones que a mi me guztan…¡”

Joan Font – FONI

LA DIGNIDAD DE UN IMPERIO – Relato

Surgió un pequeño problema de índole higiénica en el lavabo de caballeros.
Las auxiliares se quejaban de que el acto masculino de la micción carecía de puntería, en general y se pasaban la vida, limpiando suelo y alrededores de la taza del inodoro producto de errores logísticos de los usuarios.
Hubo una reunión higiénico-sanitaria de todos los varones que podían comprender el diálogo, en el salón pequeño. Era una convención privada y parecía más discreto el saloncito al abrigo de la sección femenina que quizás habría hecho comentarios de mal gusto.
Se informó lo más profesionalmente que supimos, del dilema en cuestión, a la vez que se sugirió más que se ordenó la posible solución. A partir de aquel momento, el acto privado de orinar debería efectuarse sentado y cuidando de que todo fuera a su destino sin variantes de rumbo.
Los interfectos guardaron un silencio exculpatorio hasta que Florentino, que en su juventud fue legionario, se adelantó al grupo y como si fuera su portavoz, exclamó:
-¡Imposible!, Un caballero español siempre mea de pie.

Joan Font – FONI.

LA PAGA EXTRA Relato

amorDedicado a todos los que se aman
y a los que entregan amor.

Por MAGDA R. MARTÍN

No podía creer lo que estaba ante sus ojos. Imposible que fuera realidad. Todos sus sueños, aquello que siempre queda en el rincón donde no se mira para así poder evitar el llanto de las frustraciones, ella lo tenía, era suyo. Le pertenecía. Un sueño hecho realidad.
Ana era una mujer dulce, con bastantes más de sesenta ya cumplidos años. Soñadora y realista por obligación, se le había exigido, ¡tantas veces! colocar los pies en el suelo… Sin embargo, no quería poner cerco a su imaginación, la dejaba libre aun en los momentos más tensos o dramáticos  para que surcara aires, mares, espacio infinito en ese afán por evitar la tristeza. Pero la vida, como si tuviera envidia de aquella libertad de pensamiento que la ayudaba a ser feliz, aplastaba sus ideales con furia dolorosa. Había sufrido decepciones, desengaños, escasez, enfermedades, muertes y todas las había vencido con más o menos esfuerzo, siempre tuvo la dicha de salir triunfadora aunque sin poder evitar los rasguños y cicatrices perpetuamente grabados en su corazón, signos inequívocos de la batalla.
Al fin, la vida, como inmortal vencedora, la había dejado sola, sin nada. Los hijos esparcidos por el mundo, cada cual con sus luchas personales a las que enfrentarse. El esposo eternamente desaparecido entre los brazos descarnados de esa muerte cruel que acostumbra a llevarse los amores como celosa amante despechada. Solo le quedaba una casa que poco a poco se iba quedando vacía. (leer el relato entero)