LA VEJEZ TAMBIÉN ES TIEMPO DE CRECER

Jesús María Lecea, Sch. P. Padre General

Jesús María Lecea, Sch. P. Padre General

El dos de febrero, fiesta litúrgica de la presentación del Señor en el templo de Jerusalén, que Juan Pablo II hizo coincidir con la jornada mundial para la vida consagrada, escuchando el evangelio del día me vino la idea de dedicar una salutatio a los ancianos.

El evangelio, efectivamente, habla de dos de ellos y los presenta como personas de Dios y preeminentes en sabiduría de la que poder aprender. Uno se llamaba Simeón, “hombre honrado y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; el Espíritu Santo estaba con él y le había avisado que no moriría sin ver al Mesías del Señor” (Lc 2, 25-26).  La otra se llamaba Ana, “mujer muy anciana… , casada siete años y viuda hasta los ochenta y cuatro, que no se apartaba del templo ni de día ni de noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones” (Lc 2, 36-38). Era reconocida como profetisa.
Las estadísticas hablan de una vida religiosa, sobre todo en los países occidentales, con una media de edad muy alta. Somos una inmensa mayoría que hemos superado los 65 años. El fenómeno no tendría nada de particular si no coincidiera con una fuerte bajada en las nuevas incorporaciones a la vida religiosa. El número de jóvenes religiosos es escaso. La crisis de las vocaciones ha creado la dificultad, no la longevidad de los religiosos, que puede ser más bien un don de Dios.
Hace unos años leí un artículo de periódico, escrito por un anciano de 97 años, que se presentaba así: “el que como yo, ha recibido la merced (entre otras tantas y tantas) de haber cumplido los noventa y siete años y está en la posibilidad de escribir algunas cosas sobre la vejez, tiene autoridad para exponerlas y hasta la obligación de hacerlo por si otros aprovechan”. Anoté algunas cosas de su artículo. Una: “Saber envejecer es la obra maestra de la sabiduría y una de las partes más difíciles del gran arte de vivir”. Después
pasaba a recoger algunas citas sueltas sobre la vejez, con visión favorable algunas y pesimista otras. Comenzaba por las bíblicas.
Las únicas que transcribo entre las optimistas son estas:

a) “En los ancianos está el saber y en la longevidad la sensatez” (Job 12, 12);

b) “Si no cosechas en la juventud ¿cómo lo hallarás en la vejez? ¡Cuán bien sienta a los cabellos blancos el juicio y a los ancianos el consejo”;

c) “¡Qué bien dice la sabiduría a los ancianos y la inteligencia y el corazón a los nobles!”; d) “La corona de los ancianos es su rica experiencia y el temor del Señor su gloria!” (las últimas citas son del Eclo, 25, 3-6)

Entre las citas pesimistas traía éstas:                                                                                       a) una atribuida a un Papa Inocencio: “Luego se le aflige el corazón, la cabeza se le anda, el espíritu le falta… es tenaz, codicioso, tétrico, cojijoso, hablador, alaba a los antiguos y vitupera a los presentes, suspira, acongójase, entorpécese y enferma” (el autor añade con humor que seguramente aquí el Papa no hablaba ex cátedra);
b) la otra es del escritor navarro Malón de Chaide: “Es la vejez un hospital de enfermedades. Allí el recurso le ahoga, la destilación le da tos, la gota le pone grillos, la ijada le enclava, el riñón le hace dar gritos.”
No sé si por la costumbre, sobre todo en los ancianos, de no querer contar los años o por emplear un eufemismo que no desasosiegue a nadie, nuestro Directorio Escolapio de formación permanente (Roma 1994), cuando describe la edad superior a los sesenta y cinco, habla de “madurez serena” . Es bonita, y sobre todo positiva, la expresión. La vejez está mirada no como progresivo decaimiento o degrado, sino como un nivel de acumulación pacífica de sabiduría. De alguna manera, la vejez es un tiempo para crecer y, por ello, queda implicada en la formación permanente. Evidentemente toda realidad, también la vejez, tiene dos caras: positiva y negativa. Por eso, si nos quedamos en la positiva, no es para hacernos el iluso o soñar en añoranzas imposibles. Es para motivarnos a intentar descubrir lo que de oportunidad de crecimiento tiene la vejez. Afrontar con ánimos y esperanza la vejez es una tarea difícil, un desafío, porque la serenidad no es un regalo asegurado sino una conquista moral. Por ello, como tantos otros momentos de la vida, la vejez requiere tesón, empeño y optimismo. Si es cierto que podemos encontrar ancianos –y ahora hablo en general- que han evolucionado hacia un carácter agrio, amargo, fácilmente irritable y caprichoso, quejosos, apesadumbrados y envidiosos por la nostalgia de la juventud irrecuperable, vanidosos quizás, también los hay -y son muchos- que siguen desarrollando sus mejores cualidades y virtudes, afrontando sin pesar alguno las dificultades de la edad, felices sin que nada envidien, mirando más bien el porvenir, aunque no lo puedan disfrutar, con talante equilibrado y sabio.
Los antropólogos discuten si la vejez, en el fondo, no propicia otra cosa que el aparecer con mayor nitidez los defectos y cualidades que ya uno tenía de niño, adolescente, joven o adulto o, por el contrario, es una oportunidad más para hacer aflorar en uno la inteligencia, el equilibrio, la sensatez y ponderación, la generosidad y la paz interior que antes sólo se barruntaban como tendencia o potencialidad.

Jesús María Lecea, Sch. P.
Padre General

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