¿ A QUÉ EDAD COMIENZA LA VEJEZ?

Ruta Paracho - Charapan - Paricutín

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Depende de quien conteste la pregunta. Viniendo de un adolescente, afirmará, no cabe duda, que cuando se rebasan los 40 ó 45 años. Claro, seguramente a ese adolescente no se le ocurrirá pensar que en el instante mismo en que contesta, él está envejeciendo. ¿O no reza el Qohélet que la descomposición de la vida es su representación más auténtica? (Qo 12,1). Porque se tenga la edad que se tenga, “los días aciagos” pronto se precipitan. Y es que la vida, cambiante escenario que transcurre sin aparente solución de continuidad, más temprano que tarde se precipita en la vaciedad (Qo 12, 6-8). Quizá una cosa señale la vejez: que uno comience a recordar. “Recordar”, por antonomasia, es el verbo característico del anciano. ¿Propio de la melancolía? ¡No necesariamente! Quien recuerda, vive. ¡Ojo! Algunos desmemoriados, jóvenes en años, apenas si se dan cuenta que viven.

Pero con o sin buena memoria, el tiempo pasa. O más bien, es el hombre el que pasa en él. Hasta que llega el momento de los días aciagos. Ésos en los que la historia de la humanidad etiqueta al anciano. Días temibles. Pero el envejecimiento no aneja necesariamente ni enfermedad, ni decrepitud. La verdad es que muchos mayores no sólo no se sienten viejos, sino que gozan de cabal salud física e intelectual. No por otra cosa un tata k´eri de San Lorenzo Narheni, hace años me decía: “en realidad, cada vez que cumplo años siento como que me faltan más de diez para llegar a viejo”. Viejo, claro está, en el mal sentido de la palabra. Porque llegar a viejo, la más de las veces, es un privilegio. Por eso me da un enorme gusto que un espíritu joven -hoy connotado comunicador, maestro excelente, padre de familia amoroso, hombre recto, periodista veraz- a sus primeros 60 años, se congratule por sumarlos. Lo que conduce, insisto, a revisar las ideas actuales sobre lo que es envejecer. Cargarse de años, a menos que la salud nos falte, no tiene por qué consistir en apartarse o en ser recluidos a una silla, fuera de los reflectores, hasta que se baje el telón. Tampoco a ser relegados a un estado de inactividad y a perder el puesto laboral. No, cuando la cantidad y calidad de años, luego de los 60 ó 65, pueden alargarse mucho más que antes. No, cuando cada día un mayor número de “adultos mayores” son autosuficientes y aportan sus activos al desarrollo de la sociedad. No, cuando en regiones culturales como la Meseta P´urhépecha, al tenor del ambiente cultural israelí del Antiguo Testamento, la sabiduría de las personas mayores se considera uno de los recursos más valiosos.

Por cierto, una de las propósitos que debiera tener nuestra UIIM (Universidad Intercultural Indígena) debiera ser el que, como sucede en más de mil universidades en el mundo, también se convierta en una Universidad de la Tercera Edad donde se dé la oportunidad a que los ancianos se conviertan en verdaderos actores culturales y sociales oficialmente reconocidos. Toda Institución, llámese Estado o Iglesia, que siga considerando a sus viejos como problema, olvida que son un recurso humano que debe utilizarse en la solución potencial de sus problemas. Cosa de que se conserven sanos. ¿Pero cómo van a conservarse sanos si hay quienes se empecinan en relegarlos a la inactividad? Es ese estado, que no la vejez, la que torna los días amargos. La que fabrica la imagen del viejo solo y sin más expectativas que la muerte, que al amanecer del nuevo día o de un nuevo año, se ve obligado a exclamar: “¡no les saco gusto!” (Qo 12,1b).

Francisco Martínez Gracián
www.xiranhua.com.

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