LA TRISTEZA DE LA VEJEZ

car-viejo1A los integrantes de la generación que me precede a los sesenta años ya se les consideraba ancianos. Ahora con todos los adelantos que la ciencia pone a nuestra disposición la esperanza de vivir más años y con una mejor calidad de vida ya la estamos tocando con la mano. Los poderes públicos llevan y traen jubilados en diversas excursiones- nunca he creído que fuera un júbilo el verse obligado a dejar el trabajo cotidiano- mientras nuestros ancianos se reúnen en clubes donde, algunas veces, parecen revivir esa juventud a la que en su día no tuvieron acceso. Allá entre pastilla y pastilla para mitigar la hipertensión, el colesterol o los padecimientos de la próstata juegan al bingo, bailan e incluso se vuelven a enamorar con menos ardor que a los quince años pero con la misma fe y esperanza. Los antiguos asilos han pasado a convertirse en “residencias de la tercera edad” y en pingües negocios y la atención a las personas mayores comienza a crear miles de puestos de trabajo.

Pero esta es tan sólo la cara bonita y alegre de la vejez. La otra cara de la historia es la de la decrepitud y la decadencia física y mental que, en demasiadas ocasiones, va unida al cumplimiento de años. Por razones familiares he tenido que estar durante una semana más de doce horas diarias encerrado entre las cuatro paredes de una habitación de hospital en la que dos ancianas se aferraban con fuerza a esa vida que, al borde de los noventa años, intentaba escapar por todos sus poros. Allí se me ha aparecido con toda su crudeza la cara decrepita de la vida. Las miserias cotidianas de no poder controlar los esfínteres, la mirada perdida al no reconocer el lugar en que se encuentran, el tener que necesitar ayuda para ejercicios tan elementales y cotidianos como el llevarse una cucharada de alimento a la boca, el tener que depender de una aguja hipodérmica que gota a gota les devuelve a la vida.

Se habla del respeto, cada día más perdido, a nuestros mayores, de la experiencia y el conocimiento que otorga la vejez, del deber que los hijos tenemos con nuestros padres y de lo merecido que tienen un descanso después de años y años de trabajo y sufrimientos. Pero a nadie nos gusta contemplar el que posiblemente sea nuestro futuro a no ser que, antes, en cualquier revuelta de la vida la dama de la guadaña nos aseste un puñetazo . Nos negamos a ponernos delante de ese espejo que son nuestros mayores. En los programas televisivos las primeras filas del público están copadas por jóvenes de uno y otro sexo escandalosamente bellos y lo mismo ocurre en los mítines políticos. Nadie quiere espantar a la audiencia y a los ancianos tan sólo se le ve cuando se trata de un programa o un mitin dedicado especialmente a ellos. La publicidad nos inunda siempre con cuerpos ágiles y apetecibles y cuando salen ancianos son modelos escogidos con todos sus dientes, una perfecta cabellera y vestidos como para acudir a un desfile de moda.

Pero la muerte y la decrepitud de la vida están entre nosotros aunque nos neguemos a verlas. La demencia senil, el Alzehimer, la fragilidad de los huesos, la vida que se escapa son el pan nuestro de cada día y tendemos a mirar hacia otro lado. Hoy en día, en la mayoría de casos, tan sólo una minoría de ancianos puede disponer de una plaza en una buena residencia, son aquellos que pueden pagar los altos precios que en ellas se piden. El resto tiene que ser atendido por los familiares que sacrifican su vida cotidiana para poder atender a sus mayores. Los poderes públicos deben incrementar el número de residencias públicas para estos ancianos que no pueden valerse por si mismos. Esperemos que la anunciada Ley para personas dependientes mitigue estas deficiencias de la asistencia social a los mayores ya que cada día van a ser más los ancianos a los que haya que atender y hacerles más fácil ese camino, ahora triste, de la vejez.
Rafa Esteve-Casanova

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