Archivo de la categoría: Narraciones, relatos, cuento, historias y leyendas sobre la vejez

AMOR Y FELICIDAD

Era una mañana agitada, eran las 8:30, cuando un señor mayor, de unos 80 años, llegó al hospital para que le sacaran los puntos de un pulgar. El señor dijo que estaba apurado y que tenía una cita a las 9:00 am.

Comprobé sus señales vitales y le pedí que tomara asiento, sabiendo que quizás pasaría más de una hora antes de que alguien pudiera atenderlo. Lo vi mirando su reloj y decidí, que ya que no estaba ocupado con otro paciente,podría examinar su herida. Durante el examen, comprobé que estaba curado, entonces le pedí a uno de los doctores, algunos elementos para quitarle las suturas y curar su herida.
Mientras le realizaba las curas, le pregunté si tenía una cita con otro médico esa mañana, ya que lo veía tan apurado.
El señor me dijo que no, que necesitaba ir al geriátrico para desayunar con su esposa. Le pregunté sobre la salud de ella.
Él me respondió que ella hacía tiempo que estaba allí ya que padecía de Alzheimer.
Le pregunté si ella se enfadaría si llegaba un poco tarde.
Me respondió que hacia tiempo que ella no sabía quien era él, que hacía cinco años que ella no podía ya reconocerlo.
Me sorprendió, y entonces le pregunté, ‘¿Y usted sigue yendo cada mañana, aun cuando ella no sabe quién es usted?’
Él sonrió
y me acarició la mano, me contestó;
‘Ella no sabe quien soy,
pero yo aún sé quién es ella.’
Se me erizó la piel, y tuve que contener las lágrimas mientras él se iba, y pensé,
‘Ese es el tipo de Amor que quiero en mi Vida.’
El Amor Verdadero no es físico, ni romántico.
El Amor Verdadero es la aceptación de todo lo que es, ha sido, será y no será.
La gente más feliz no necesariamente tiene lo mejor de todo; ellos sólo hacen todo lo mejor que pueden.

«¡La vida no se trata de cómo sobrevivir a una tempestad, sino cómo bailar bajo la lluvia!»

HISTORIAS DE CENTENARIOS.

EL OBISPO DE SANTA LUCÍA

(Capítulo 6 del libro «Maestros de Vida»)

Por: Plinio Parra

EL ENCUENTRO

19 de marzo de 2005. 10:15 de la mañana. El destartalado camioncito Ford 63 atraviesa la plaza de Campo de la Cruz y busca las afueras del pueblo. Agonizando. Sus huesos crujen. Cada vez que tropieza un bache, carraspea. Y cada vez que tose, una gota de sangre negra cae sobre el camino de talco pardo. Signo de sus horas contadas.

El periodista, que rastrea la huella del hombre más viejo del mundo, aprovecha uno de los estertores del aparato y solicita indicios entre los pasajeros.

Una vendedora de pescado salpreso sacude las moscas de su olla y sonríe.

—Yo conozco al santo que usted busca —le informa—: vive en Santa Lucía y lo nombran El Obispo. Tiene ciento quince rodajas. ¡Un quinceañero!

En el caserío El Algodonal, donde el vehículo resucitó a empellones, el reportero recibe otra luz sobre su objetivo.

—El Obispo es viejo, pero no tanto —le asegura una maestra de escuela—. Máximo tendrá ciento diez años.

Ronny Martínez, relator cultural de Santa Lucía, conduce al cronista hasta la cueva del viejo felino: una casa de tablas bastas de carreto, dos cuartos multiusos y techo de zinc. Al fondo, en mitad del patio, una enramada en canilla sirve de cocina. Cuando llegan, alguien se apresura a recoger una cama de tijeras atravesada en la sala.

—¿Está enfermo el maestro? —indaga el periodista.

—Enfermísimo —ironiza una voz desde la penumbra—. En cualquier momento me deja… por otra.

La voz pertenece a la mujer de El Obispo, Etelvina Escorcia. Un pan de azúcar de ochenta y cuatro años que el mundo conoce como La Niñita. El título perfecto.

—Obispo está en la cocina —nos indica—. Sigan adelante.

Néstor Villa Berdugo, un negro que recibió el epíteto de El Obispo en honor a su calva deslumbrante, se levanta de su butaca y saluda a los visitantes con alegría. Tiene la carnadura de un Mahatma Ghandi en calzoncillos. Es flaco y exhibe un esternón protuberante, pecho de paloma, en cuyo interior crepita un muermo perpetuo. Un cayo de pelusas blancas e hirsutas cubre sus costillas. Los ojos, refugio de sus últimos fulgores, delatan al hombre buscavidas que siempre ha sido. Cuando sonríe, su mandíbula superior exhibe dos muelas laterales. Dos tuercas oxidadas que parecen fijar la cabeza al tronco. De entrada el periodista advierte que tiene el oído, la vista y el razonamiento perfectos.

Corre la voz que el recién llegado trae subsidios del gobierno para la Tercera Edad, y pronto el patio se llena de ancianos que, pese a ser informados sobre el equívoco, buscan taburetes y butacas y arman una rueda de espectadores, decididos a presenciar el diálogo.

Según la cédula, Néstor Villa sólo tiene noventa y siete años. Dato que el investigador lamenta, pues anda en pos de mortales centenarios.

—Yo sólo sé que nací un 8 de diciembre —confiesa el hombre—. El año preciso se lo debo.

Los ancianos intervienen, defendiendo la idoneidad de su patriarca.

—¡Todita Santa Lucía sabe que El Obispo tiene ciento ocho años! —proclama Rafaela Torres Fonseca.

—Saquemos cuentas —añade Miguel Ángel Gómez—. Yo tengo setenta años y soy hijo de crianza de El Obispo, que cuando me recibió era ya un hombre hecho y derecho.

El periodista mira a La Niñita. Inquisitivo.

—Calcule usted. Yo tenía catorce años cuando me fui con él, que ya era un caballo recorrido, de varias mujeres y con hijos. Si yo, que amansé sus bríos, tengo ochenta y cuatro, ¿cuántos puede tener él? Más de un siglo.

—Contrarresto a la Registraduría, apuesto y gano —desafía Petrona Torres—. El compadre Obispo tiene siglo y pico. Escríbalo así, que eso también es edad. Y empiece a preguntar, mijito, porque tengo que ir a poner la olla.

Más intimidado que persuadido, expectante, el periodista abre su libreta de apuntes, saca su grabadora, le hunde un dedo y comienza la entrevista.

El viejo, con aire solemne, mira el cortejo de familia, compadres, hijos y nietos que le rodean, y sonríe.

—Por primera vez en mi vida siento que soy un obispo. Diga, periodista.

LOS PRIMEROS DÍAS

EL OBISPO: Nací un 8 de diciembre, hace mucho tiempo. Fui nacido y bautizado en Manatí. Mi papá fue Cecilio Villa Márquez, oriundo de Campo de la Cruz, y mi mamá Juana Berdugo Caicedo, de Manatí.

Mi papá, agricultor de vicio y oficio, tenía una estancia en El Diquito, en las tierras viejas de Zanaguare. Lo clavaron El Diquito porque se conectaba con el dique viejo. Ese caño está igual que yo, sabroso y vigente. Mientras mi mamá se dedicaba a la casa: pilando, haciendo mondongos, asando mazorcas y alegrías, procurando hacer felices a los diez hijos con que premió al mundo. Se los enumero. Pablita, José de las Mercedes, Cecilio, Manuel, Néstor (que soy yo), Enriqueta, Juana, Elvira y José Indalecio. ¿Quién es el otro?

Tiempos bonitos. ¡Uf! Uno paraba jarto, repleto de leche cuajá y jugando. A los diez años, mi padrino, que era ganadero, me trajo a Santa Lucía para enseñarme a enrejá. Cuando recuerdo la abundancia de esos tiempos, me da tristeza. Uno se taqueaba de carne de monte y de corral, hicotea y pescado. Con decirle que los conejos, desesperados por darle sentido a la vida, se metían a los patios y empezaban a aruñar la hornilla. Y mamá, que hacía felices a los seres que tocaba, ¡mi madre linda!, los mataba y los convertía en presas sabrosas.

LA NIÑITA: Había que ver cómo el bastimento se moría de necesidad. ¡Ay hombe!

EL OBISPO: Se sembraba maíz, yuca, batata, patilla y melón. Y como era poca la gente, eso se perdía porque no había tripa ni buche que diera abasto para tanto pan. Estable estábamos pipones, sí señor. Esos productos no se sacaban a ninguna parte. No valían nada. El mundo era pobre, pero a nadie se le notaba la estrechez del cuerpo ni los rasguños del alma. Quien no tenía ganado, puerco engordaba. Y quien no tenía puerco, chivo pastoreaba. Dios antes quería más a los hombres. Eran pocos los ricos y muchos los satisfechos. Aquí se consideró rico a José Dolores Pino porque ordeñaba doscientas vacas. Fíjese usted.

TÚ, TRIPA. TÚ, CAGALÁ

EL OBISPO: Yo soy experto en tirá machete. Y con eso me bandié en la vida. Y es que aunque hubiese querido estudiar, no habría podido. Aquí no había colegio ni profesor. Pero ojo: abundaba la educación. Era escaso el que sabía leer y escribir, como raro era quien no sabía respetar.

RAFAELA TORRES FONSECA: La gente de antes le daba más importancia al trabajo que al estudio. ¿Cierto, compadre? El 90% era analfabeto.

LA NIÑITA: Santa Lucía era insignificante. Tampoco tenía cura. Aunque sí había Dios. Uno lo sentía cerquita. Al alcance de la mano.

EL OBISPO: Total, sin letras en la azotea, pero con harta leña en el fogón, me gané la vida. Fui agricultor el tiempo completo y gendarme una temporada.

PERIODISTA: ¿Gendarme? Cuénteme esa experiencia.

EL OBISPO: Sí, señor. Aquí donde me ve, yo fui gendarme de la República. Trabajé con el municipio de Campo de la Cruz en los años 30 y me ganaba sesenta centavos mensuales. Mi dotación era un bolillo de corazón fino (que pega duro) y una peinilla de acero. Después yo, buscando darle decoro al puesto, me compré un revólver. Yo era el único policía. Unos me respetaban, otros me temían y el resto de la gente me escuchaba. Los problemas eran menores: imprudencias de borrachos y riñas domésticas. Cuando hacía un arresto, el inspector pesaba la mala crianza del tipo y disponía si lo multaba, lo guardaba en el calabozo o lo llevaba a Campo de la Cruz. Gracias a Dios, nunca magullé a nadie.

LA NIÑITA: El mundo ahora está al revés. Patas arriba. Hasta la luna se volvió cegata.

EL OBISPO: La luna de mis tiempos servía más que la de ahora. Yo tengo mis temporadas de no verla prendía. Uno salía a la puerta, veía la cola del pueblo y distinguía al que venía en la calle. Uno paraba desmandao de aquí para allá y viceversa. Corriendo. Brincando. Gozando.

PETRONA TORRES: Jugábamos al Piquete Lejos, al Escondido y al Esconda la sortija. Una piedrecita escamoteada entre los niños que un buscador debía hallar.

Los niños cantaban:

«Esconde la sortija, vuélvela a rescondé,

empuña la mano y pídala usté».

Y el buscador decía:

«Tú, tripa. Tú, cagalá.

Tú que la tienes, dámela acá».

EL OBISPO: No había televisión, ni cine. Los abuelos eran los amos de las películas, por decirlo así. Hoy soltaban un rollo de risa, mañana uno de sangre, y pasado uno de guerra o puño y patá. El tipo estaba echando el cuento y el corral de pelaos, en silencio, acechando cada una de sus palabras. Uno de ahí se paraba meándose de la risa o cagándose del miedo.

RAFAELA TORRES FONSECA: Antes la gente era fácil de sugestioná. El mundo estable paraba inquieto, nervioso y espeluznao.

EL OBISPO: ¡Já! Santa Lucía es un pueblo bueno (me enseñó la estimación), pero asustadizo. Yo allegué aquí cuando el mundo principiaba a existí, y encontré a la gente diciendo que el mundo se iba a acabá. Que el Dique amanecía crecío: el mundo se va acabá. Que una gallina ponía un huevo de dos yemas: el mundo se va acabá. Y eran unos nervios sinceros, ¿oyó? Cuando entró el primer carro a Santa Lucía, al día siguiente llevamos gente al cementerio.

PETRONA TORRES: Yo me acuerdo. Eso fue en el 58. Era una chiva vieja que tenía seis cornetas nuevas. Cuando ese animal pitó en la casa de la difunta Petrona Niño, en el caserío de El Pilón no quedó gente.

LA NIÑITA: Escríbalo. Las trompetas de ese armatoste mataron al pelao de Celedonia Meléndez, que ya tenía 12 años.

PETRONA TORRES: Yo estaba en la calle, con una ponchera de bocachico fresco en la cabeza. Cuando escuché el trueno, me fui de boca. Privaita. Casi muero afectá.

LA FIESTA DE LOS JUANES

EL OBISPO: El pueblo de Santa Lucía siempre tuvo la garganta dispuesta. La gente de aquí canta bullerengue, pajarito, décimas, gavilán y hasta jaranita.

LA NIÑITA: La jaranita se cantaba con tres calabazos, que se golpeaban sobre la boca y daban unos sonidos muy bonitos. Los tocadores eran los difuntos Goyo Villa, Félix Barragán (el marido de Alejandrinita), y el difunto Nemesio Rivera. La gente se amontonaba a bailá. Lástima que eso se haya perdío.

RAFAELA TORRES FONSECA: El bullerengue lo tocaban los difuntos Miguel y Ernestina Fonseca, Joselito Mosquera, «El Precio» Olivo y los hermanos Concepción y Joselito Mendoza. Sacaban un tambor alegre, un llamador, una tambora, varias cucharitas, “gallitos” que dicen, y raspaban una caña de lata.

EL OBISPO: Yo recuerdo por bonita la fiesta de los Juanes del 24 de junio. Salían esos chandés y serenateaban, uno por uno, a los juanchos de Santa Lucía. Cada homenajeado salía, mandaba dos botellas de ron tapaetusa, y si quería, se pegaba a la cola de la música. Terminada la ronda de los juanes, el chandé se arrecostaba contra un palo y empezaba a ladrarle cantos a la luna, hasta comerse el último tramo de noche. Esa era la fiesta de los Juanes.

Aquí hubo gente que puso Juan a los hijos, obedeciendo a las serenatas y no al santoral. El cementerio de aquí es el tenderete de Juanes más grande del mundo. Debería llamarse «Juanesterio», porque para remate Santa Lucía tiene la costumbre vieja de poner Juan a los niños muertos sin bautizo, los moros. De modo que somos el municipio que más Juanes da en el Atlántico.

LA NIÑITA: Aparte del bullerengue y los pajaritos, se tocaba el gavilán, que era caminado. Y la vulgaria, que abundaba por aquí.

PERIODISTA: ¿Vulgaria? Hagamos un alto, Niñita: ¿qué es la vulgaria?

LA NIÑITA: La vulgaria es un ritmo de letras picantes, propio del espíritu negro que respiramos aquí en Santa Lucía. Le doy un ejemplo:

A la noche a la una, zamba.

A  la noche a las dos, zamba. (bis)

Vino mi marío,

Me encontró con dos.

Adiós, marío mío. Adiós, marío mío,

Adiós, marío mío. ¡Ay me lo cortó! ¡Ay! (bis).

Conténtese con ese mordisco, porque ese cuento musical es largo. Tan largo que hace unos años, azuzada por este grupo de viejos, me barrí la pena de los ojos y grabé un disco de hojalata (cidi que llaman ahora) para explicarlo.

PETRONA TORRES: ¿Qué horas son? ¡Madre mía! Y no he ido a poner la olla.

MALAS HORAS

EL OBISPO: Ya que vamos a seguir hablando, le pido el favor que se calce mis gafas (gafas que no uso, por cierto), para que me entienda. Yo estoy hablando de otro mundo. Un mundo gobernado y sostenido por la creencia. Creencia pura. Física. Creencia que los sabios dirán ignorancia, y los brutos como yo, respeto. A secas. Dios libre que un papá le dijera al hijo: «Debías morite». Dicho y hecho. El muchacho se moría. Quizá atravesaba dos días, pero no llegaba a la semana. Se moría. La palabra tenía poder.

LA NIÑITA: No había cosa más negra y peluda que una maldición. Ni vaina más eficaz que una bendición.

EL OBISPO: Esos mismos lentes sirven para tratar el tema de las brujas, espantos y aparecidos. Aunque la verdad sea dicha: yo nunca vi ni escuché pervertimiento alguno. Es ese sentido yo soy como Jesucristo: distancio lo malo.

RAFAELA TORRES FONSECA: El compadre Obispo me dispensa. Pero en ese punto, yo me aparto. Si hay un pueblo que sepa de noches estremecidas, ese es Santa Lucía, ¿oyó? Que diga alguien si miento. Salía la puerca, el paraguas, el remolcador fantasma, el gateador del otro mundo. Y para mí eso era gente. Gente común, que comía y culeaba, igual que el resto de los cristianos.

Le voy a referir mi encuentro con el paraguas. Escuche. Ese mamarracho era una sombrilla abierta que salía delante de uno. Unos creían que era la muerte avisando, y otros que la cachucha del demonio. Una noche, tiritando de miedo, salí sola de un velorio a recogerme, me quité los zapaticos y me vine en puntillas, orillando las casas. Cuando trepo el sardinel del Darío Castillo, estiro la mano y agarro una carpa fría. Vea, el tuétano se me congeló de pavor. Ese día supe que el miedo es guapo. «De modo que estás aquí, confronté al aparato. No sé quién eres tú, mijo, pero me vas a escoltá a la casa».

El tipo, sin abrir el pico, me obedeció. Bajamos el sardinel, y cuando llegamos a la puerta de mi rancha, le regalé este consejo: «Si quieres triunfar en el teatro, muchacho, invéntate otro monicongo, porque el mico deja de ser mico cuando pierde la gracia». De manera que yo espanté al espanto. ¿Cómo le parece? Era gente. La puerca también era un cristiano disfrazao. A mí una noche se me atravesó ese animal. Mira. Era una puerca mona, grande, bonita. Cada oreja parecía una hoja de mafafa. Y empezó a tronarme los dientes por delante. Cric-crac. Cric-crac. Y yo que venía con tachuelas en la conciencia (no me acuerdo por qué), me le planto y le digo: «Déjate de venir a rastrillarme las muelas, adefesio del carajo, porque hoy sí te las arranco de un garrotazo».

LA NIÑITA: Al que yo tengo por verídico es al gateador del otro mundo. Resulta que antes, cuando Dios vivía en los cielos, la gente solía hacer mandas por gravedad. Esas penitencias se pagaban los viernes santos con un recorrido nocturno en cuatro patas desde la iglesia al cementerio. Santa Lucía se botaba a acompañar al penitente para que el otro gateador (ese sí del otro mundo) no saboteara su manda.

RONNY MARTÍNEZ: Entre estas ficciones (en caso de que fueran ficciones), la más difícil de asimilar por su gran complejidad escénica es el remolcador fantasma. Un barco provisto con toda su guarnición: luces, motor, pitos y órdenes de marinería, que surcaba el Canal del Dique, rumbo a Cartagena. Al día siguiente toda Santa Lucía pintaba la nave importuna, mientras Calamar y Soplaviento, puertos de tránsito obligado, registraban noches de calma chicha. Misterio absoluto.

EL OBISPO: Vea, después de ver tanta sopa, voy a meter mi cucharón. Contaré un tropiezo que tuve yo con un vagamundo legítimo, por allá en el año 38. Ese sí no era de este mundo. Dios, que debe estar sentado en ese caballete de palma, sabe que no miento.

RAFAELA TORRES FONSECA: Se da cuenta, compadre. Eso demuestra que yo tengo razón.

EL OBISPO: Es que no me acordaba, comae.

Un miércoles santo salgo yo de aquí a la ciénaga de Pivijay a atrapar una hicotea. Seis de la tarde. Me llevo un perro. Llego al punto de El Cativo, frente a la loma de El Salto. Me siento a esperar a que la noche se pusiera morena y por ahí como a las siete, azuzo al perro, que dormitaba. El animal apunta la nariz hacia el agua, da cuatro pasos y me invita. Una hicotea. Sigue rastreando. Dos, tres, cuatro hicoteas. Noche buena, carajo. La luna clara y el cielo limpio. Lavaítos como el día. El perro orejea aquí, orejea allá. Cinco, seis hicoteas. De pronto, sobre la loma del Cerrito, tipo once ya, escucho aquel tañido, largo y afilao, como un machete divino. «¡Aaaá!». Hombre que grita duro, carajo. La tierra tembló. No hubo chavarri, garza, barraquete, caimán, babilla o hicotea que no pujara en la Ciénaga. ¡Pleque, pleque, pleque! Ruido santo. Puro. Como no hay dos. El perro, con el rabo metío en el jopo, caracoleó entre mis piernas. Humillaíto. Entonces yo, no sabiendo si estaba ante algo de allá o de acá, acudí al amparo del ignorante. Atravesé una pierna sobre la otra y marqué un cuatro. La cruz perfecta. Y gruñí: «¡Mardita sea!». Por un momento desié que aquella hechura fuera de Gabriel Turbay. Un tipo que cada tanto le robaba ganado al papá. O de Melchorito Viloria, el secuaz que lo asistía en tales andanzas. Y así, teniendo las patas en cruz, busqué al perro, y la criatura se había evaporao.

LA NIÑITA: ¡Júrelo! Tres días duró perdido ese pobre animal.

EL OBISPO: De pronto, póngale usted quince minutos, volví a sentí aquel perrencazo endemoniao. ¡Aaaá! Agregando un pequeño detalle. Ahora el bramío provenía del otro lado de la ciénaga. ¡Cójame ese trompito en la uña! ¡Había saltao la ciénaga! ¿En qué momento, cómo lo hizo? No lo sé. Yo no vi nada.

LA NIÑITA: Obispo llegó a la casa a la una de la mañana. Jamás vi a un negro más encendío. Imagine el susto que él es prieto y era de noche, y por donde pasaba dejaba un callejón iluminado. Blanco como una hoja de papel.

EL OBISPO: Lástima que Zenón Orozco, el marido de Pilar González, se haya muerto, porque él se encontraba achicando una canoa a esas horas y fue testigo de esto que le acabo de contar. Vaina jodida.

EL GOLPE DEL REPENTE

EL OBISPO: Respondo por lo que vi. Antes hasta la muerte era sabrosa. Bonita. La gente se moría de repentismo. Los viejos se acostaban, «hasta mañana, mija», «hasta mañana, mijo», cerraban los ojos y ¡adiós luz que te guarde el cielo! Cuando amanecía, el tipo estaba vuelto contra la pared, tieso, frío, sin preocupación. Eso era la muerte de repente.

RONNY MARTÍNEZ: Muertes fulminantes. Infartos al miocardio. Embolias súbitas. Trombosis. Estos decesos eran catalogados como muertes de  repente.

LA NIÑITA: A los recién nacidos se les quebraban las alas del corazón. Uno les daba la teta, les sacaba los gases y los ponía a dormir. Al día siguiente encontraba al cuerpecito vacío. Un despojito.

EL OBISPO: Los otros achaques eran las fiebres malas, los cólicos misereres, el tifo y la fiebre carbonizada. Cada dolencia tenía su contravía: llámese mejorana, escobilla, ruda, ajenjo o yerbasanta. En ese aspecto, Santa Lucía tuvo tres curiosos muñeca de burro: Lorencito Barbosa, Arturo Martínez y el Viejo Escamilla, que aunque nacido en Malabrigo, sirvió mucho tiempo aquí.

RAFAELA TORRES FONSECA: Háganme el favor de no negrearme a las comadronas. En Santa Lucía todos los cristianos mayores de treinta años fueron parteados por la niña Amparo González, Amalia Muñoz, Fabiana Ortiz o misiá Nicolasa Cervantes.

LA NIÑITA: La verdad sea dicha. Antes parir un pelao no era congoja. Yo fui tan de buenas en ese sentido que de los trece hijos que este señor me sembró, seis se me resbalaron de la bolsa. Yo venía del monte con mi carga de leña en la cabeza y cuando alzaba los brazos para bajarla, decho salían ellos.

RAFAELA TORRES FONSECA: Partos pepa de guama. Mujer de buena matriz.

LA NIÑITA: ¿Usted se acuerda, comadre? Con uno de los menores me sucedió así. Yo amanecí con un malestarcito en la pierna, al que no le paré mucha bola porque el taco del parto es alante y atrás. Salí a echar una ponchera de desperdicio al chiquero y cuando venía de regreso, sentí el cantazo mayor. Un relámpago sin trueno. Ese pelao arrempujó con tales arrestos que sólo me dio tiempo de tirá la paila y recogerme tres puntas de la falda para que no se cayera. Lo envolví en una hoja de plátano y lo llevé al cuarto.

RAFAELA TORRES FONSECA: Antes las mujeres éramos fuertes. Sólo soltábamos la mano del pilón cuando íbamos a parir. Pero eso sí. Después del parto el cuidado era absoluto.

PETRONA TORRES: Cierto. Las mujeres cuando parimos quedamos despernancá. Y esa es la función de la dieta: cerrarnos los caños naturales.

RAFAELA TORRES FONSECA: Uno se ponía algodones con alcanfor en los oídos, un trapo en el cuello para evitar los malos aires. Nada de serenos, manduco, plancha, fogón, ni comidas a deshoras. Puertas y ventanas cerradas y acuñadas. Y una faja eterna en el anca para volver a servir como hembra. Sólo a los cuarenta y cinco días cabales era que mi mamá me abría las puertas. «Ya estás libre, mija». Hoy no. A la tercera mañana ya las mujeres están con la boca pintá, subiendo escaleras con tacones altos, manejando bicicleta y comiendo chorizo crudo. Por eso es que hoy el cáncer de matriz es más abundante que la gripa.

LA NIÑITA: Yo era de las que duraba tres meses apretándome el caderaje. Mientras esa mordaza estuviera ahí, el silencio de la cama era total. Yo volvía a conocer hombre después de los noventa días.

EL OBISPO: Eso es positivo —corrobora—. ¡Uf!

RONNY MARTÍNEZ: ¿Y cómo hacías tú, Obispo, para soportar ese ayuno tan largo?

EL OBISPO: Hacía lo mismo que el gato cuando no halla ratones en la casa donde vive. Me metía en las cocinas ajenas y presa que veía mal puesta, presa que me comía. Yo tenía mi rebusque. Si este horno estaba ocupao, el otro estaba disponible. Cuando hay hambre entre las piernas, no hay pellejo que no sirva.

¿Quiere escuchar esa historia?

AVENTURAS DONJUANESCAS

PETRONA TORRES: ¡Ave María Purísima! (Se persigna). Se puso bueno el congreso, porque este señor fue la estaca que más ranas ensartó aquí en Santa Lucía. Sospecho que hoy no va a haber almuerzo en la casa.

EL OBISPO: Mal haría en decir que yo fui el cuco de las cucas, pero tuve mis contrabanditos. Contemos sólo las puertas cerrás. Si metemos los amores tapaos no terminamos este año.

Mi primera mujer fue Felícita Torres, ya difunta. Yo tendría quince años y ella unos dieciocho. Fueron unos amores mojados, de esos en los que uno se come la mazorca, la mujer limpia la tusa y el hombre oculta la maretira. Ella fue la que me pegó la gustadera de la verija. La aflicción más sabrosa del mundo.

Mujeres de puertas adentro, conocí a Juanita Ospino, con quien no hubo milagros que señalar. Después, con dieciocho años, ya escollao, me robé a Celia Jiménez, que andaba por los trece. Con ella me casé obligao y me parió dos hijos: Celia Matilde y Juan, que murió sin bendición. (Hace un ratico le dije que aquí el difunto sin bautizo se llama Juan).

Finalmente, promediando el año 37, me tropecé con La Niñita, a quien usted ve aquí. Dios a veces lo vaquea a uno hasta el corral. Escuche cómo me conseguí mi suerte. Eran mis tiempos de policía y yo estaba enrazando unos gallos. Ella vivía cerca de la oficina y un día asomé la cara por allí. «Niña, préstame un pilón para machacar este maíz». Le pongo la pepa del ojo a la pelaíta y se me hizo agua la boca porque era un manguito de azúcar pintón. Dulce y dura por todas partes. Un sabroso gajo de caminos.

Yo siempre tumbé a mis mujeres con el ojo. Ojo ablandacarne. Como ella era una niña y yo ya un treintón, apenas le acomodé la lámpara, para irla inficionando, decho se me escurrió. Barrito fresco. No quería pará bola. Cambiaba de colores. Se me cuarteaba. Para no partir la rama en la víspera, me hice amigo de una primita de ella a punta de caramelos, y poco a poco puse el nombre mío a rodar y a jugar allá en la sala, invadiendo sus chocoritos. Pensado y sucedido: la pelaíta se fue aquerenciando.

LA NIÑITA: Sin embargo, no todo fue dulzura. Mi mamá no gustaba de él. Y mi papá, Cecilio Escorcia, estuvo a punto de matarlo. A los trece años, estando ya formada y gordita, fui a un baile de señoritas. Mamá, que tenía celos de perra paría, me llevaba una ollita con café, pan y queso, para que no le recibiera nada a nadie. Yo me movía, y ahí mismo aparecía él, con sus morisquetas y zalamerías: «¿Quieres un dulce?». Después de semejante acose, acepté bailar un pasillo con él, y no habíamos dado la primera vuelta, cuando ya me había soplado en el caracol de la oreja un «Tienes que ser mía» que me supo a cacho porque él no me terminaba de pasar. Yo le dije: «Me hace el favor, señor agente, cuando esté bailando conmigo, no me enamore, porque no me gusta». Él se paró, acarició la cacha del revólver que estaba pagando por cuotas, como quien se unta las manos con valor, y me contestó esta barbaridad: «Si no me aceptas, te mato». ¿Qué tal la ternura? A él lo salvaron fueron los alcahuetos que me puso al pie. Una tropa de recaderos. Primos, amigos, compadres. Él se gastó un platal mandando hacer cartas y atacándome a papel con el uno y con el otro. Pero yo era una pelá biche. Eso duró más de tres años. Desde los once hasta los catorce.

EL OBISPO: Cuando el racimo estuvo maduro, resolvimos comernos los guineos. Un jueves entregué el bolillo y el machete de policía, y el domingo siguiente, hicimos la noche día, y nos volamos para Malagana.

LA NIÑITA: Métale pluma, señor periodista. Fueron quince leguas de camino y a pie. Yo todavía recuerdo el crujido de las hojas en la oscuridá.

MIGUEL ÁNGEL GÓMEZ (Hijastro): Apuesto que iban besándose, bebiéndose a buches, hozándose de tranco en tranco, mojando al pan de sal en el café con leche.

LA NIÑITA: ¿Besándose? Yo le tenía miedo. Él iba al costado mío. Y yo arrimaita a un hermano de él y un pariente mío, que se ofrecieron de custodios. En Hato Viejo, un primo mío allegó a quitarme, pero yo no me dejé arrancá.

PETRONA TORRES: Todas las mujeres del mundo son igualitas antes de perder el cogollo. Le tienen miedo al puyazo del clavo, pero les da pavor dejarlo afuera.

EL OBISPO: Mujercita guapa. Aguantalona. Anduvimos la noche entera. De ocho a ocho. Por no dejar, porque en Malagana nos estaba esperando la ley, con una orden terminante. “Que se regresen a Santa Lucía a arreglar el asunto”. Al día siguiente, sin haberle tocado un pelo, nos regresamos. Otro día de camino. A pie.

RAFAELA TORRES FONSECA: El amor graduaba a otro policía de prófugo.

LA NIÑITA: Como ya él era casado, lo comprometieron a darme una casa con su ajuar. Una cama de viento, una mesa, cuatro sillas, una tinaja y un porrón. Tuvimos trece hijos. Y a la fecha contamos setenta años de restriego. Como mujer y compañera, nunca le falté. Jamás. Dios lo sabe.

RAFAELA TORRES FONSECA: Usted también fue un santo, ¿verdad, compadre?

EL OBISPO: ¡Jucristo! Yo era un ratón hoyero. Me metía en la trampa, me comía el queso y me volvía a salí.

LA NIÑITA: Ese sí era el gateador de este mundo. (Risas).

EL OBISPO: Yo me descascaraba aquí en la casa, escondía la ropa entre los dientes de la cerca y salía encuero por la calle, a encontrarme con la mujer con quien estaba concertado, arropao por la noche. Así como lo oye, sin cáscaras.

PERIODISTA: ¿Para no perder el tiempo con aperitivos?

EL OBISPO: Para no ser visto. El oscuro es el mejor camuflaje del negro. Eran mujeres que tenían sus maridos, había que ser discreto.

LA NIÑITA: Créale. Es verdad. Al principio traté de corregirlo, sorrostricándole su bellaquería cada ratico, pero cuando entreví que esa pernicia venía del alma, lo dejé libre. A sus anchas. Y se cebó tanto que sus amoríos iban a dormir a la casa. “Pola” Martínez, la hermana de Mariano, ¿se acuerda, comadre? Ella me decía: «Nos vamos a bañar, Niñita». Y yo le respondía: «Si están sofocaos, restriéguense». Ella tenía el marido en Bogotá. Era una negra bonita y hasta buena gente. Y como le encantaba la barra de jabón prieto que yo tenía en la repisa, cuando iba a Barranquilla me traía una cadena fina, unos aretes de oro o una buena sortija.

RAFAELA TORRES FONSECA: Ya no se consiguen ese tipo de mujeres.

LA NIÑITA: Otro día llegó una muchacha preguntando por él. «Es una urgencia», aseguró. Obispo salió a la puerta, conferenció con ella y al ratico regresó: «Esa pobre mujer tiene una necesidad, murmuró, con la voz agachada del que pide un permiso difícil. Déjame ayudarla». Sostuve el aire para que el muérgano no me viera jipiar la decepción, fui a la cocina y agarré una botella.

—Voy a buscar el gas —le dije. Enardecía—. La única condición que pongo es que no lo hagan en mi cama.

Al día siguiente regresó la clienta, ésta vez solicitando por mí. «¿En qué puedo servirle?», escarbé. “Es que el señor Obispo no me pagó la querencia de ayer”. «¿Y cuánto te debe?». “Treinta centavos, respondió, porque a domicilio es más caro”. Créalo. Por los restos de mi madre.

MIGUEL ÁNGEL GÓMEZ (Hijastro): Viejo, refiera la chanza del orín.

EL OBISPO: Ese cuento es bueno. Yo había acordao con la sujeta (cuyo nombre me reservo por respeto a sus muchachos, que ya son mayores) que nos veríamos en el patio de su casa, detrás de unas matas de piña. Llegada la hora, comparecí, aguaité el movimiento de la sala y la mujer estaba mortificá por una pelaíta de pechos que no quería dormirse. Ante esa novedad, me tendí en la orilla de la cerca, como una madrina vieja, esperando el momento del asalto. Estando en esas, un vecino borracho, turulato y cegatón, salió a desaguar. Menos mal que Dios es grande y sólo me bañó los pies. Por ese motivo perdí esa presa, que ya estaba en salsa. Pero yo hice muchas cacerías. ¡Uf! No me quejo.

LA NIÑITA: Comadre Petronita, ¿usted se acuerda de la mujer que mató al marido de Francia, la del mello Polo?

PETRONA TORRES: Claro que la recuerdo.

LA NIÑITA: Escuche esto. Una tarde, estando yo con Juana Chica, se acerca esa muchacha y me pregunta: «¿Cómo está, seño?» Le digo: “Regular, ¿y usted?”. Me cuenta ella: «Vea, ¿será que usted conoce a un muchacho que vive por aquí, es así y asao y lo llaman Néstor Villa?». Ahí mismo salta Juana Chica y mete la cuchara: “Ese es hermano de ella”. Y confirmo yo: “Cierto. Hermano mío es”. Entonces dice la mujer: «Mire, sucede que yo he querido dos veces a su hermano, y todavía no me ha pagado».

—Mi hermano viene del monte a las seis —le informé—. Pásese a esa hora.

Dicho y hecho. A boca de noche vuelve la mujer.

Digo yo: «Ve, Obispo, hermano mío, aquí te necesitan».

Total que yo perdí la cuenta de las veces que lo vi saltando cercas para meter su pájaro en los nidos ajenos. El jarabe de la edad fue lo que le curó ese emperramiento. Y ahí lo tiene: un toro viejo, cuyo gusano ni siquiera puede levantar la mirada. Yo no nací para morirme por ninguno. Eso es pistola.

EL OBISPO: La muerte es el último polvo que echa el hombre en la tierra.

LA NIÑITA: Apartando eso, hemos vivido como un solo ser, y trabajado como un hombre de cuatro manos en «El Uvero». En esa estancia de cinco cabuyas hemos tirado machete, pala, azadón, compuesto cercas y enseñado a vivir los trece hijos que inventamos en el mismo camastrón de lona.

EL OBISPO: Amen. (El viejo escupe sobre un plato lleno de cenizas).

LA COSA POLÍTICA

EL OBISPO: Empiezo manifestando que yo soy liberal. Como el achiote. Se lo pongo en conocimiento para que mida con esa varita la cuerda que voy a soltar. Colombia tuvo dos hombres grandes. Uno fue Jorge Eliécer Gaitán y el otro Gustavo Rojas Pinilla. El primero fue grande por lo que gritó a boca llena que iba a hacer. El único político que fue salvado por la muerte. El segundo fue aún más grande por lo que hizo sin haberle contado a nadie. Un gigante.

La muerte de Gaitán me dio duro. Duro. Cuando eso yo estaba empleado de policía, por segunda vez. La noticia llegó aquí en oficio, y en horas de la noche. Una noche caliginosa, pesá. La gente se revolvió. Los liberales tomaron garrotes y mechones resueltos a meterle candela a las casas de los conservadores y a conspirá contra el inspector, señor Adriano Martínez (pariente de Ronny, aquí presente), que era un azul grande.

Cuando yo vi el tamaño de la espuma, elegí nueve policías voluntarios, los armé de rulas y guardamos la casa del inspector.

—Esta noche me muero, pero después de haber volao mis cuatro cabezas —le ladré a la gente—. ¿Quién quiere ser el primero?

—¡Tú eres liberal, Obispo! —me acusó uno.

—Yo soy liberal. Pero también soy amigo, carajo —les respondí—. Gracias a Dios, la revuelta no prosperó. Uno cuando se pone de pie, parece más alto.

Tocante a Rojas Pinilla, sólo tengo admiración. El baile depende del caderaje que se apretó. Ese cachaco, sin haber prometido nada, vino aquí a Santa Lucía, puso los pies en la plaza y cuando se fue nos dejó mejor de lo que estábamos. Eso es goberná. Vea. Dio tierras, ganados y chequeras en blanco a los campesinos, para que cada cual se despachara la plata que necesitaba. ¿Cuándo se había visto eso?

El gran problema de la gente simple es la inocencia. Invierte la vida rogándole a Dios que le mande un salvador, y cuando baja Jesucristo, y les reparte los juguetes solicitados, corren a clavetearlo porque es el diablo. La gente siempre procede así. Y eso hizo Santa Lucía cuando Rojas Pinilla volteó cola.

No se sabe qué vergajo propagó la temeridá que detrás de aquel regalo estaba Cuba y la barbarie de Fidel. Que quien trabajaba las tierras del gobierno, esclavo del gobierno era. Que nos iban a aplicar un fierro vivo en la espalda con esta placa: «Propiedad de la República». Que iban a meter un barco por el Canal del Dique para embarcar a quien le fallara al gobierno y tirarlo en mar abierto o fusilarlo frente al palo mayor. Y como la gente bruta cuando está cagá es muy responsable, muchos fueron a las oficinas y decho devolvieron los papeles de las tierras, los comprobantes del ganado y las chequeras recibidas.

MIGUEL ÁNGEL GÓMEZ: También hubo gente lisa que exprimieron esas chequeras y armaron fandangos en la plaza.

RAFAELA TORRES FONSECA: Yo me acuerdo. Yo me tropecé con varios ajumaos y les grité: «Los van a tirar a los tibrones». Y me respondieron: «Que me tiren. No hay cosa más linda que morí borracho». Otro degenerao remató: «El tibrón que me trague a mí que se prepare pal guayabo, porque estoy hinchao de ron».

EL OBISPO: Lo risible del cuento es que esos irresponsables que se mamaron las chequeras en trago fueron los que aprovecharon el programa agrario de Rojas Pinilla. Yo conocí tipos que, después de haber devuelto las tierras y el ganado, tuvieron que comprar lo que les habían regalado. Escríbalo. Eso sucedió aquí en Santa Lucía.

MISCELÁNEAS VITALES

EL OBISPO: Yo fui feliz toda la vida. La exprimí. Le saqué el jugo y supongo que ella me dio mis chupones.

La época más linda fue cuando contaba con mamá. ¡Garrote de mujer, carajo! Mientras ella estuvo al alcance del grito, no probamos el sufrimiento. Su frase favorita era: «La felicidad es la jartura». ¿Habrá una palabra más grande que madre? No creo. ¡Uf! Eso no tiene comparación sobre la tierra. La madre es la sonrisa del mundo. Y se lo demuestro. La buena madre cuaja buenos hijos. El buen hijo es buen padre, y buen hermano, y buen hombre.

Escuche esta décima que es una pintura. Se llama: «A la madre mía».

(El muermo del pecho sube de volumen, cual murmullo de fogón).

Madre mía de mis amores

Suspiros de mis suspiros

Hoy parece que te miro

Regando en mi tumba flores.

Tú tienes los resplandores

Del ser que alumbra este día

Y un ángel evanimundo

Que te oye y es poesía

No veo nada en este mundo

Que iguale a la madre mía.

¡Ay, carajo! Voy a tené que cortale las uñas a ese recuerdo. ¡Me ha tasajeao el alma! (El viejo se quiebra, llorando copiosamente).

A veces, cuando amanezco filosófico, cavilo en la forma que sorbí la vida que me tocó vivir y quedo satisfecho. Honrada y hondamente. Y le explico. Honradamente porque jamás le robé un cangle de yuca a nadie para hacer mi socolita. Y hondamente, porque me gustaron las mujeres. Y usted sabe que en ese surco hay que meter el cavador hasta el fondo.

RAFAELA TORRES FONSECA: ¡Alábate, pollo!

EL OBISPO: La querencia por las mujeres fue mi pecado personal, bastante graneadito, por cierto. A mí siempre me acosó el mismo apetito sagrado y en la misma parte. Una rasquiña que sólo me aquietaba el estropajo de las mujeres. Pelambrera que raspa sabroso, carajo. (Risas). Sé que en el cielo, donde hay un tipo bueno para los números, han tenerme listas esas facturitas. A veces cuando me duele alguna entraña, reviro: «Vamos, sigue doliendo hasta que te canses. No eres tú la tripa que me va empañar la dicha de mis días».

Yo no quiero morirme, ¿cuándo? Ojalá pudiera tener dos pelaos más. Yo soy de los tipos antiguos que mide la existencia por el número de hijos entregados a la tierra. Cuando me preguntan: «¿Cuál es tu estatura, Obispo?», yo respondo: “Catorce cristianos exactos”. Buenos hijos, pobres pero correspondientes. Como son una cantidad, el aliño no falta. Uno se presenta con una brazada de yuca, el otro con una mano de arenca y la otra con siete varas de leña, y cuando vengo a vé, me estoy mascando la comía. Usted sabe: una mano lava la otra y ambas lavan la cara.

El buen comportamiento es el dueño de la tranquilidad. No tengo letras por pagar. Ni enemigos. Yo siempre fui juguetón, ocurrente, muy respetuoso. Nunca torcí lo derecho ni dije bajezas de lo alto. Nunca abusé de nadie, como tampoco permití atropellos de ninguno. Si yo hubiera sido patán, o alebrestao, le garantizo que ya estuviera bajo treinta palas de tierra. De modo que no me encuentro culpado de nada, ni conozco el aborrecimiento. Que debe ser feo.

No me jacto de estar sobre el bien y el mal, pero es tarde para torcerme en el cabito de vela que me resta. A Dios no he visto, ni siquiera en sueños, pero lo siento en todas partes. Bajo mi brutalidad, el físico de Dios tiene que ser como el de un santo. Me lo figuro bonito, parecido a mí. (Risas).

PERIODISTA: Gracias, maestro.

EL OBISPO: ¿Me hace un favor?

PERIODISTA: ¿Cómo no, maestro?

EL OBISPO: Déme unos «chivitos». Quiero comprar cuatro bollos y media libra de queso.

PETRONA TORRES: ¡Jesucristo, el almuerzo! ¡Las dos de la tarde y no he puesto la olla!

NAVIDAD, DULCE NAVIDAD…. Relato

En la residencia geriátrica…. El menú iba a ser espectacular. Un caldo de legumbres con albóndigas de ternera, sin sal por supuesto, pollo asado con lechuga, huevos a “la mimosa” con relleno de jamón de York, turrones livianos de distinto sabor, un polvorón de La Estepa, no la siberiana, la otra y café descafeinado con leche desnatada y sacarina.

En el ambiente música navideña, villancicos y coros de música sacra, casi todos en ingles. También se iban a descorchar zumos de frutas con vitamina C y un cava especialmente elaborado para residencias geriátricas, con sabor a limón.

Las ausencias, sin embargo, habían mermado tanto la concurrencia que con una sola mesa en el centro del comedor, ya era más que suficiente para albergar a los escasos residentes que se habían librado de los incómodos desplazamientos hacia la acogida familiar de cada Navidad.

En total eran diez, había otros cuatro que permanecían en sus habitaciones en el piso superior, holgando de sus dolencias habituales.

De los diez, nueve tenían familia pero no habían podido recogerlos muy a pesar suyo, por diversos motivos de complicadas circunstancias. Y quedaba María Engracia, a la que la vida había dejado sola pero con un sinfín de recuerdos, algo es algo.

Cuando yo llegué, en aras de una visita convencional exenta de obligaciones laborales, el ágape ya había terminado y estaban todos solazándose en una sobre-mesa típica de estas fechas.

María Engracia me vio llegar y levantándose con cierta dificultad levantó su vasito de plástico y señalándome con él, brindó:

– Brindo por este niño recién nacido, a ver si esta vez puede superar la próxima  próxima Semana Santa o se lo cargan ya de una puñetera vez
Publicado por joan font -FONI